dimarts, 13 de maig del 2014

Antoni Comín: "El principio de inestabilidad (a propósito de Rubalcaba y el derecho a decidir)"

Antoni Comín. Profesor de ESADE (Universitat Ramon Llull) y exdiputado del PSC en el Parlament de Catalunya

Uno de los argumentos del líder del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, para rechazar la petición del Parlamento catalán para celebrar una consulta (consultiva) sobre la independencia de Catalunya, en base al artículo 150.2 de la CE, reza así: “Aceptarlo [el derecho de autodeterminación] sería como meter el principio de inestabilidad en el conjunto de los estados, [porque] cada Estado tendría el derecho a que una parte de él se marchara cuando quisiera. Esa inestabilidad es incompatible con cualquier tipo de Estado moderno. (…) No existe en ningún país de Europa (…) la autodeterminación no está como tal derecho en ninguna constitución del mundo. (…) No puedes decir mañana me voy” (Declaraciones en Catalunya Radio el 14 del pasado de abril).

Huelga decir, en relación a la frase final, que las cosas no son exactamente así: aunque la Constitución canadiense y el sistema jurídico británico no reconocen explícitamente la autodeterminación, sí la permiten, desde el momento mismo en que tanto el Québec como Escocia han podido o podrán celebrar sendas consultas cuando una mayoría de sus ciudadanos así lo han exigido, sin que a los gobiernos centrales de sus respectivos Estados ni siquiera se les haya pasado por la cabeza impedirlo. Ya nos conformaríamos en Catalunya con que en España se aplicara el criterio que muy bien resume Stéphane Dion cuando explica que en enfoque canadiense consiste en “aceptar la divisibilidad del Estado como una posibilidad pero no como un derecho”.

Pero más allá de esta imprecisión evidente, lo interesante del argumento de Rubalcaba es su idea de que reconocer o, sin ir tan lejos, simplemente aceptar el derecho de autodeterminación sería tanto como “meter el principio de inestabilidad” dentro del Estado. Tal idea parte de la premisa según la cual la idea contraria —a saber: que rechazar el derecho de autodeterminación es una manera de “sacar el principio de inestabilidad” del Estado— es cierta. Pero propongo que pongamos esta premisa en tela de juicio: ¿acaso el sistema político español ha conseguido que el rechazo tajante de la autodeterminación de sus naciones (nacionalidades) haya funcionado como una garantía de estabilidad? Creo que la historia política de los últimos treinta años de democracia nos debería llevar a responder más bien que no. Si queremos ser honestos con los hechos, claro.

Pero probablemente son muchos en España los que, aun reconociendo que la negación de la autodeterminación no ha sido una fuente de estabilidad, considerarán que la causa de tal inestabilidad no son las reglas del juego que establece nuestro sistema constitucional, sino las estrategias políticas de las fuerzas nacionalistas y de quienes se supone que les siguen el juego. Estrategias que, no cabe decirlo, son consideradas desleales e ilegítimas a ojos de los partidos españoles, desde el momento en que reclaman a dicho derecho de autodeterminación.

Pero, ¿y si el problema de nuestro sistema político no fuese la deslealtad de determinados nacionalismos con el conjunto del Estado? ¿Y si el problema fuese que España es un caso especial, distinto de cualquier otro? ¿Y que en este caso la aceptación del derecho de autodeterminación de sus naciones fuese “lo normal”? ¿Es posible que para España aceptar este derecho sea “lo normal”, por más que esta aceptación sea “anormal” para la mayoría de constituciones del mundo (excepción hecha de Canadá y Reino Unido, insistimos)?

Dice el PSOE que quiere hacer avanzar el Estado hacia un modelo federal y que en ningún Estado federal del mundo se reconoce la posibilidad de que una de las “partes” federadas pueda irse sin más, sólo porque lo avala una mayoría interna, al margen de la voluntad de las demás partes. Pero quizás el PSOE debería entender que, desde el punto de vista de su composición nacional, España no es Alemania, ni los EEUU, ni Australia, por citar otros países federales de la OCDE. Tiene una complejidad nacional —como también la tienen otros países más o menos federales de la OCDE, como Canadá, Bélgica, Suiza o incluso México—.

En Alemania el federalismo se inventó para abordar, fundamentalmente, el problema de la proximidad del poder político con el ciudadano. En el caso de España se supone que debería servir no sólo para articular el principio de subsidiariedad, sino sobre todo el problema de la plurinacionalidad del Estado. Una plurinacionalidad que es real, se quiera o no se quiera reconocer —que no se quiere—. Y éste es el problema de España hoy: la distancia, cada vez más insalvable, entre lo jurídico (sus estructuras políticas) y lo real (su sociedad, con sus distintas identidades).

España es, posiblemente, el más plurinacional de todos los Estados europeos. Aunque el PP, el PSOE y la Constitución vigente no lo reconozcan. Pero las leyes no cambian la realidad. El PP y el PSOE ya hace años que debería haber entendido que Catalunya cumple todas las condiciones (culturales, lingüísticas, económicas, demográficas, territoriales, institucionales, históricas, de capitalidad, etc.) que hacen falta para ser un Estado. Un Estado tan poco independiente y tan interdependiente como pueda serlo Dinamarca, Suecia, Irlanda o Portugal. Las cumple de sobras —más incluso de lo que las puedan cumplir Escocia, Québec, Flandes o el País Vasco, por poner los demás ejemplos de regiones con movimientos independentistas significativos—.

A partir de ahí, España debería entender de que, en democracia, es muy difícil retener una nación como Catalunya dentro de un Estado en contra de la voluntad reiterada de la mayoría de sus gentes. Y, mucho más importante, que no sólo es muy difícil sino que es bastante impresentable o indefendible en términos normativos —en términos de legitimidad y de justicia—. Si, como dijo Rubalcaba en el Congreso en el debate sobre el referéndum catalán, no es un partido nacionalista (nacionalista español, se entiende), entonces debería entender que sólo tiene sentido, sólo es posible y sólo es legítimo que Catalunya forme parte de España si así lo deciden libre y democráticamente una mayoría de sus ciudadanos. No entender esto —o no quererlo entender— y dar por descontada la unidad de España como un dogma inquebrantable es, se mire como se mire, una prueba de nacionalismo español.

En consecuencia, el federalismo que propugna el PSOE para España a día de hoy está condicionado por un marco previo, el marco propio del nacionalismo español. Y, en este sentido, hay una evidente contradicción entre el federalismo que propone el PSOE para España y aquél que propone para Europa. ¿Acaso el PSOE considera que en una Europa federal (unos hipotéticos Estados Unidos de Europa) la soberanía de España quedaría fundida en una soberanía única e indivisible? ¿Acaso el PSOE desea que, en una futura UE federal, la permanencia o no de España en la misma sea una decisión de todos los ciudadanos de la UE en su conjunto, y no una decisión exclusiva de los ciudadanos de España? ¿Considera el PSOE que, en una futura UE federal, España debería permanecer en ella aunque la mayoría de los ciudadanos españoles no lo quisiera, y sólo porque sí lo quisiera la mayoría de ciudadanos del resto de la UE? Si es así, el PSOE haría bien en hacerlo saber, porque hasta la fecha nunca le hemos oído tal propuesta. ¿Por qué para según quien es tan fácil entender que en una futura UE federal lo normal sería que los Estados decidiesen libremente si quieren o no quieren estar, y en cambio no se acepta que en una eventual España federal las naciones que hoy forman el Estado puedan decidir libremente su permanencia o no en él? ¿Por qué lo que valdría para Europa (una Europa federal) no vale para España (una España federal)? Por una razón muy simple: porque mientras que el federalismo europeo no se piensa desde un marco mental de nacionalismo europeo, el federalismo español sí se piensa desde un patrón mental de nacionalismo español. Sobre esta evidencia no hago ahora un juicio moral, sino una simple constatación.

Me podría preguntar alguien: ¿por qué rechazar la autodeterminación en Alemania o en EE.UU. no es nacionalismo (alemán o estadounidense) y, en cambio, hacerlo en España sí lo es? También en aquellos países rechazar la autodeterminación de uno de sus länder o Estados es un síntoma de nacionalismo. La cuestión no es esa. La cuestión es que ser nacionalista en Alemania o en EE.UU. —donde hay una identidad nacional común, más allá del pluralismo identitario que ha propiciado la inmigración de los últimos siglos— no es lo mismo que serlo en España, donde hay varios territorios donde la mayoría de su población muestra de manera sostenida desde hace siglos una fuerte conciencia nacional diferenciada.

En conclusión: las federaciones mononacionales no necesitan para nada aceptar la autodeterminación en sus ordenamientos jurídicos. Pero las federaciones plurinacionales, desde mi punto de vista, sí deberían hacerlo. Y España más que ninguna otra, porque es el más plurinacional de todos los Estados europeos. Esto es lo que muchos, no sólo en Catalunya sino también en España, esperaban que el PSOE entendiese. Como en su momento lo entendieron los grandes partidos canadienses o británicos. (Si esta aceptación convierte o no estas federaciones plurinacionales en confederaciones es un debate nominal y académico que ahora no viene al caso, puesto que de lo que se trata aquí es de discutir de la cosa y no del nombre).

Un Estado plurinacional como España debería hacer esto por imperativo democrático y por pragmatismo: por una cuestión de legitimidad y por una cuestión de viabilidad. Porque si, para los grandes partidos españoles, el objetivo es evitar que Catalunya se vaya de España, esta aceptación del principio de autodeterminación es la única manera de conseguir tal objetivo de una manera sostenida y estable. Y aquí es donde el argumento de Rubalcaba con que abríamos estas líneas cobra toda su relevancia. Porque el dilema real al que se enfrenta el sistema político español no es el dilema entre estabilidad o inestabilidad. Este dilema, en relación al caso que nos ocupa, es falaz. El verdadero dilema es, más bien, en qué quiere basar su estabilidad o, dicho de otro modo, en qué quiere basar su inestabilidad.
En efecto, la pregunta acertada es ésta: ¿qué inestabilidad prefiere el sistema político español? ¿La inestabilidad derivada de la aceptación de un principio de autodeterminación que supone el riesgo, sin duda, de que algún día Catalunya (y quizás el País Vasco, o Galicia) “se vaya”? ¿O la inestabilidad derivada de un rechazo tajante de este principio, que conlleva ya no el riesgo sino la certeza de que Catalunya (y no sé si el País Vasco, o Galicia) hará todo lo que esté en sus manos para irse? Este es el dilema real que debería reconocer Rubalcaba —y el PSOE entero detrás suyo— si quiere ser, insistimos, honesto con la realidad y con la historia reciente de la España democrática.

Deberían reconocer que, aunque en una federación mononacional aceptar la autodeterminación inyecta inestabilidad en el Estado y que en el caso de un Estado plurinacional como España también, en este segundo caso no aceptarla inyecta todavía mucha más inestabilidad. Porque es tanto como negar el reconocimiento de las naciones que forman parte de este Estado inevitablemente compuesto. Quizás esta negación le confiere al Estado una apariencia de estabilidad, pero cuando la ley asegura algo que va contra la naturaleza de las cosas, esta estabilidad es más bien ficticia. Hace más de cien años que el catalanismo político pugna por el reconocimiento de la soberanía de Catalunya y que España se la niega, de un modo u otro, y no parece que esta negación haya garantizado estabilidad alguna, como el actual movimiento independentista en Catalunya prueba de manera inequívoca. En cambio, creo que nadie diría que sistema político canadiense o el británico sean precisamente ejemplos de inestabilidad, en términos de política comparada.

No, negar a una realidad nacional el reconocimiento de la soberanía que reclama desde hace décadas no confiere estabilidad real a un Estado. En este caso, la apariencia de estabilidad reposa, fundamentalmente, en la capacidad que tenga este Estado para imponer dicha negación. Reposa, en fin, en la correlación de fuerzas entre la sociedad que reclama el reconocimiento de su soberanía y el Estado que lo niega. Si la correlación de fuerzas se modifica a favor de la parte que no obtiene este reconocimiento que considera justo, es casi seguro que la aparente estabilidad saltará por los aires. La negación de la soberanía no es garantía de estabilidad alguna porque, carente de legitimidad para una de las dos partes en conflicto, es una invitación a la ruptura en cuanto cambie la correlación de fuerzas cambia. En el caso de Catalunya, muchos de sus ciudadanos consideran que este momento ha llegado: que la correlación de fuerzas ha cambiado y que es posible conseguir lo que la ley, tal y como la interpretan hoy el PSOE y el PP, impide.
Prueba de que el reconocimiento de la soberanía no es fuente de inestabilidad sino todo lo contrario es, precisamente, la evolución del vínculo de la sociedad catalana con el pacto constitucional. Tengo la convicción que para una mayoría de catalanes el sentido del pacto constitucional no era que “Catalunya estaba en España porque lo decía la Constitución”, sino que “Catalunya estaba en la Constitución porque así lo habían decidido los catalanes”. Es decir, Catalunya estaba en España porque los catalanes así lo habían querido, no porque lo quisiesen el resto de los españoles. Visto así, la Constitución no negaba —o no lo hacía completamente— la soberanía de Catalunya. Y de algún modo los propios partidos españoles aceptan esta lectura, cuando nos recuerdan a menudo que nos queremos ir de una Constitución que en Catalunya, en 1978, obtuvo una mayoría abrumadora. ¿Reconocen, pues, que la legitimidad de la Constitución en Catalunya depende, fundamentalmente, del resultado del referéndum de 1978 en Catalunya, y no tanto del resultado del referéndum en el resto de España? Implícitamente, lo están haciendo.

Reconocer en estos términos la legitimidad es reconocer, de algún modo, la soberanía de Catalunya. Si los partidos españoles asumen implícitamente que fueron los catalanes los que en 1978 decidieron estar o no estar en la Constitución, lo único que piden los partidos catalanistas es que hoy, de nuevo, sean los catalanes los que decidan si quieren seguir o no en ella. Lo único que el catalanismo político pide hoy a los partidos españoles es que reconozcan explícitamente aquello —la soberanía catalana— que ya están reconociendo implícitamente, quizás sin querer. Una soberanía catalana que, de hecho, la propia Constitución ya reconoce “parcialmente” desde el momento en que atribuye a los ciudadanos de las nacionalidades históricas la potestad de rechazar o aprobar, por medio de referéndum, los Estatutos que previamente han las Cortes, que representan la soberanía nacional (española) en su conjunto. En lo que se refiere a la ratificación de determinados Estatutos, pues, es la misma Constitución la que pone la “soberanía catalana” (y la vasca, la gallega o la andaluza) por encima de la soberanía nacional representada por las Cortes.

Mientras este reconocimiento de una “soberanía parcial” se mantuvo intacto, el vínculo de la sociedad catalana con la Constitución fue relativamente fuerte. Pero la tramitación del Estatut del 2006 puso en tela de juicio tal reconocimiento y, de manera casi automática, en Catalunya la legitimidad del pacto constitucional se desplomó. En efecto, fue una sentencia del Tribunal Constitucional —fuertemente desprestigiado, por cierto— que, más allá de su contenido, corregía aquello que los ciudadanos de Catalunya habían aprobado en referéndum cuatro años antes la que disparó la desafección constitucional en aquella parte del Estado. Dicho en plata: si la Constitución no garantizaba el respeto de aquello que los catalanes habían decidido, la Constitución no valía. Con este ejemplo creo que se ilustra suficientemente bien la tesis según la cual a mayor reconocimiento de la soberanía de las naciones que forman el Estado español ha habido mayor estabilidad, y cómo menor es este reconocimiento más amenazado se encuentra el pacto constitucional. Mientras se respeto el “medio derecho a decidir” que la Constitución otorgaba a los catalanes, la cosa funcionó y en cuanto este “medio derecho a decidir” quedo prácticamente anulado, la inestabilidad del Estado español ha aumentado como nunca.

En suma, y para finalizar, probablemente tiene razón Rubalcaba: aceptar el derecho de autodeterminación es tanto como incorporar “el principio de inestabilidad” en nuestro sistema político. Pero olvida lo más importante: no hacerlo también lo es. Lo es más, todavía más, mucho más. España, por lo tanto, se ha planteado mal el problema a sí misma: su elección, en relación a Catalunya, no era entre estabilidad o inestabilidad. Su opción era (es) entre dos inestabilidades. La inestabilidad de la imposición, que creo que es insostenible en el tiempo porque al final acaba dependiendo sólo de la fuerza de quien impone, fuerza que en un momento dado puede ser insuficiente. O la inestabilidad de la libertad, de la libre unión.

Un federalismo sin riesgo —que no acepta la autodeterminación, es decir, que no asume el riesgo de que algunas de sus naciones “se vayan” del Estado— es un federalismo que acaba por incentivar la ruptura. Un federalismo con riesgo —que sí la acepta— es el único que hubiera podido evitarla. Ha sido precisamente el miedo a este riesgo lo que ha llevado a España a sus crisis institucional más grave desde que empezó la democracia; ha sido el miedo a la inestabilidad lo que ha traído la mayor inestabilidad que haya conocido nunca, en los últimos treinta años, el sistema político español. La unidad de España o era libremente decidida por sus naciones o no podía ser. Una unidad libre y por lo tanto, sí, inestable. Pero la única posible. Y la única legítima. De hecho, como demócratas, no debería ni disgustarnos ni sorprendernos que, para el problema que estamos analizando, la viabilidad y la legitimidad coincidan. No es casual. Si coinciden será porque, en democracia, ambas cosas tienen algo que ver: la viabilidad a largo plazo de los proyectos políticos está estrechamente vinculada a su legitimidad. La una es efecto de la otra.
Parece que los partidos españoles, atrapados en su idea de que la estabilidad se puede imponer, no son capaces de plantearse el dilema en sus justos términos. Quizás si asumieran que hay que elegir entre una u otra inestabilidad –la de la libertad o la de la imposición- entenderían que la primera es preferible a la segunda. Y en este caso quizás se preocuparían de cómo minimizar sus inconvenientes: propondrían a los partidos catalanistas negociar las reglas para un ejercicio lo menos desestabilizador posible de esta supuesta “fuente de inestabilidad” que es el derecho de autodeterminación, para decidir conjuntamente cada cuanto se puede ejercer tal derecho, en qué condiciones, con qué mayorías, etc. Si las cosas discurrieran así, la política habría vuelto a su terreno natural, que es el de la negociación, y habría abandonado aquél en el que nunca debería haber entrado, el de la religión, una religión llamada nacionalismo. Pero esto, hoy, en España, seguramente es mucho pedir. Demasiado para un país en el que la política de los partidos mayoritarios sigue capturada por el nacionalismo (español) y éste funciona, en efecto, como un dogma de fe.


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