El político catalán Manuel Duran i Bas, en una carta dirigida a su amigo Francisco Silvela, escribía: “Va penetrando en todas las clases sociales de Barcelona la doble idea de que en Madrid se desdeña en general todo lo que no son intereses exclusivos de la Corte y que se tiene mala voluntad a Cataluña. Y esta doble idea va uniendo a todas las clases sociales. Y hasta aproximando a todos los partidos. Lo cierto es que Madrid y Cataluña no se entienden”. Es un texto que parece escrito hoy, pero es de 1881, de hace 131 años. Duran no era un catalanista, al contrario, militaba en un partido español, el conservador, había sido diputado y después fue senador e, incluso, ministro de Gracia y Justicia con Silvela en 1899. Ahora bien, fíjense en que Duran no dice que el desencuentro se produzca entre Catalunya, o Barcelona, y España. No, la palabra España no sale mencionada a su carta. El antagonista de los catalanes es Madrid, o si quieren “los intereses de la Corte”.
Ya lo señalé hace meses en otro artículo en La Vanguardia: en mi opinión, el principal problema político que tenemos, y ya viene de antiguo, es Madrid, y no España. La cuestión más grave es la forma de gobernar por parte de la gente que ha conseguido controlar el poder político, económico y mediático desde Madrid y que lo hace en su exclusivo provecho. Nunca ha habido, de hecho, un contencioso entre Catalunya y España, así en abstracto y en general, como si se tratara de dos comunidades que actuaban de forma unánime y homogénea. No, porque, de entrada, hay muchas Españas. España es mucho más diversa y plural de lo que dice y querría esta élite política, empresarial, funcional e intelectual que ha convertido Madrid en su nueva “Corte” y que pretende apropiarse de una España que identifica sólo con sus intereses. El contencioso político actual enfrenta a los actuales dirigentes de Madrid, esta “Corte”, con el Govern de la Generalitat, el Parlament de Catalunya y gran parte de la sociedad catalana.
Ahora, sin embargo, el conflicto reviste gravedad por el hecho de que el actual presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, ha sido uno de los principales responsables de que el anticatalanismo se haya convertido en un elemento básico de la política del PP. Rajoy organizó la campaña de recogida de firmas contra el Estatut catalán del 2006 por toda España. Él denunció este texto ante el Tribunal Constitucional, mientras no hacía lo mismo con otros estatutos autonómicos, como el valenciano, que tenían artículos copiados del catalán. Y ahora, ya en la presidencia del Gobierno, se encuentra prisionero de su anticatalanismo y no se atreve, o no quiere, rectificar. Tiene que recurrir al discurso de la legalidad constitucional, cuando sabe perfectamente que se trata de un problema político en gran parte radicalizado por su partido y por él mismo. Al Gobierno Rajoy le gusta mucho confundir la democracia con la legalidad española, cuando la cuestión es de carácter mucho más universal.
Si una colectividad que se afirma nacional, como Catalunya, mediante su representación legítima, su Gobierno y su Parlamento, plantea que quiere decidir su futuro político por una vía democrática, como es el sufragio de todos sus ciudadanos, no se puede responder que la ley no lo permite. Porque no se trata de interpretar una ley, aunque sea la misma Constitución, sino de resolver un grave y complejo problema político. Si los intérpretes del actual sistema democrático español acaban diciendo que la cuestión catalana es irresoluble dentro de las actuales normas, alguna cosa está fallando. Todo sistema democrático tiene que mostrar que es capaz de encontrar caminos para regular aquello que puede parecer irresoluble. Si no hace este esfuerzo, es el mismo Estado de derecho quien pierde su legitimidad. Si una interpretación rigurosa de la legislación dificulta resolver un problema político e impide que los ciudadanos ejerzan un derecho fundamental, lo que hay que hacer es reformar la ley, no prohibir o negar el derecho.
Permítanme acabar con otra cita de Duran i Bas. Se trata de un discurso pronunciado en el Congreso en el año 1861, cuando el Gobierno presidido por el general Leopoldo O’Donnell rehusó radicalmente la propuesta de siete diputados catalanes para que se constituyera una diputación única catalana, un claro precedente de lo que después sería la Mancomunitat. Entonces Duran dijo: “Cuando las aspiraciones generales y legítimas del país no se traducen en leyes por los Gobiernos, lo que podía ser una reforma pacífica y aplaudida se encargarán de hacerla violenta y desastrosamente las revoluciones”. Unos pocos años después, en 1868, se hundía aquel régimen político y arrastraba a la misma monarquía española.
Ahora parece que, de nuevo, “la Corte” de Madrid prefiere seguir la vieja consigna del general Narváez y del almirante Carrero Blanco, de “gobernar es resistir”. Ellos se equivocaron y también lo está haciendo el Gobierno Rajoy porque se niega a ver que con su forma de gobernar está provocando el efecto contrario al deseado. El pasado 11 de septiembre quedó bastante claro que una gran parte de los catalanes quiere votar y hará todo lo posible para hacerlo el 9 de noviembre. Ante una situación política como esta, los auténticos hombres de Estado no tienen miedo a arriesgarse, a rectificar, si hace falta, y miran a largo plazo con el fin de resolver los problemas. Y esta valentía, con el tiempo, es reconocida por todo el mundo. En cambio, los políticos mediocres son miedosos y cortos de miras, ponen por delante “los intereses exclusivos de la Corte”, dejan pudrir las cosas y al final acaban siendo arrastrados por los acontecimientos. Estos políticos nunca han pasado a la historia.
Font: LaVanguardia.com
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada