Como os podréis imaginar la segunda parte de las conversaciones con mis amigos y conocidos de fuera de Cataluña –las que empiezan con las preguntas que os comentaba en el primer post- tiene como tema central: ¿y eso de la independencia, qué? Pero ¿de verdad que va en serio? ¿y tú estás a favor? Ya hace meses que decidí empezar por contestar en directo, olvidándome del tiento y la prudencia con la que intentaba suavizar el impacto las primeras veces; “sí, lo de la independencia va en serio; y sí, yo estoy a favor”. Y si veo que el interlocutor aguanta bien añado: no sólo estoy a favor de la independencia de Cataluña sino que participo activamente en el proceso que ya se ha iniciado para conseguirla.
He comprobado que empezar expresando con claridad y sin subterfugios mi opción, a pesar del riesgo de que suene demasiado fuerte, tiene sus ventajas. La primera ventaja, y la más importante, es que sólo permite seguir la conversación si los interlocutores están dispuestos a hacer un esfuerzo de control de sus sentimientos -desconcierto, estupefacción, sorpresa o incluso indignación- y escuchar las razones y motivos de mi decisión. Si no es el caso, se cambia de conversación y ¡tan amigos! También me he encontrado familiares y amigos que reaccionan, ¡desde el principio!, con interés en positivo y con admiración por la calidad democrática que observan en el proceso de Cataluña, pero son los menos.
A todos ellos les he podido explicar cómo he resuelto el dilema que da título a este post: ¿España federal o independencia de Cataluña? Dilema del cual ya saben, ya sabéis, la solución por la que he optado, y sobre el que sólo falta saber el método que he seguido para resolverlo.
El dilema da para un debate público político muy complejo, en el que no entraré en este post, y también es un dilema que se nos plantea a nivel personal a muchos federalistas que somos ciudadanos de Cataluña. Desde este nivel, el personal, explico cuál ha sido mi proceso estos últimos años. He comprobado que esta manera de explicarlo es la que me ha puesto más fácil hablar con diversidad de interlocutores desde la honestidad y el respeto a las opciones de cada uno. A continuación os lo resumo.
Viví con interés e ilusión el proceso de reforma del Estatut de Catalunya (2006). Me parecía una buena manera de encontrar un marco jurídico-institucional útil para dar respuesta a las reivindicaciones políticas de Cataluña. Y también estaba convencida que sería un gran paso adelante en la transformación del Estado de las autonomías en un Estado federal. Un sistema federal que articulase de manera satisfactoria para todas las partes, “nacionalidades y regiones” según el lenguaje de la Constitución Española, la diversidad de la realidad política del Estado español.
La primera crisis en mis convicciones federalistas llegó con el recurso contra el Estatut interpuesto por el PP ante el Tribunal Constitucional y se agravó con la sentencia de junio de 2010. Una crisis doble por el contenido y por la forma. Por el contenido, porque me parecía increíble que el Tribunal Constitucional pueda utilizar la Constitución para negar la realidad política de Cataluña y las reivindicaciones legítimas que se derivan del ejercicio de su soberanía. Por la forma, porque me parecía un escándalo democrático que un Estatut aprobado en el Parlament de Catalunya y en el Congreso de los Diputados, en los cuales reside la representación de la soberanía popular, y refrendado por los ciudadanos de Cataluña en referéndum –todos los procedimientos democráticos establecidos por la Constitución- pudiese ser mutilado de esa manera por un tribunal. Me parecía que era un desprecio a los ciudadanos de Cataluña y a sus instituciones de representación democrática que llegaba a extremos insoportables. En la manifestación de julio de 2010, y en las semanas siguientes, empecé a pensar que eso de la España federal era un proyecto político mucho más complicado de desarrollar de lo que yo pensaba. También empecé a escuchar a mis amigos independentistas con otros oídos, ellos proponían otro camino que, poco a poco, iba dejando de parecerme improbable o quimérico.
Esta crisis, sin embargo, no me hizo cambiar de opción en el dilema. Yo seguía dispuesta a trabajar por avanzar hacia un estado federal. En la medida de mis posibilidades participé en procesos de reflexión y de propuestas en este sentido. Propuestas de reforma federal de la Constitución que permitiesen articular el reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado y que reconociesen del derecho a la autodeterminación. Todo esto desde el convencimiento de que la búsqueda de la salida a la situación de bloqueo político en que había quedado Cataluña pasaba, necesaria e ineludiblemente, por plantear una reforma constitucional de ese tipo. Hasta que llegó la segunda crisis.
Poco a poco me fui dando cuenta de que los actores institucionales y políticos que tenían la responsabilidad y la capacidad de dar una respuesta a la situación de Cataluña para nada avanzaban en la línea de la reforma federal del Estado. Es más no sólo no avanzaban sino que no veían siquiera la necesidad de hacerlo. Y lo más flipante: parecían convencidos de que el statu quo se podía mantener en el tiempo indefinidamente. Esta segunda crisis fue peor que la anterior, y sobre todo fue definitiva: me obligaba a plantearme seriamente si tenía sentido seguir esperando una España federal. Comprobar que en España no había ni la mayoría político-institucional ni la mayoría social que necesita un proyecto de este tipo para salir adelante, me llevo a tener claro que trabajar esa vía era trabajar en balde. Podía ser interesante como ejercicio intelectual o de debate, pero en la situación de Cataluña corría el peligro de convertirse en una manera de aceptar pasivamente el statu quo o de esperar, más o menos confortablemente, a que ocurriera un milagro.
Y mientras procesaba esta crisis, a la vez participaba en la movilización social y política que reclamaba el derecho a decidir. Una reivindicación que crecía en todos los ámbitos sociales y políticos en los que me muevo. Una reivindicación encabezada y animada por aquellos que defienden que hay una vía para trabajar por un futuro para Cataluña: la independencia. Participé en la manifestación del 11 de septiembre de 2012 todavía pensando que compartía con los que la convocaban sólo el deseo de cambio y la reivindicación de que eran los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña los que debían decidir su futuro, el futuro de su país. Pero sin sentirme parte activa del proceso de independencia, lo viví como una ciudadana que simplemente aceptaba democráticamente una propuesta política que estaba consiguiendo un apoyo social mayoritario. Las elecciones de noviembre de 2012 y la Via Catalana de septiembre de 2013, y todo lo que vivimos en Cataluña en esos meses acabaron de ayudarme a resolver mi dilema. Si había una opción para que Cataluña consiguiera sus objetivos políticos yo quería participar activamente en hacer todo lo posible para que fuese una realidad, y esa opción era la independencia. El proceso ya estaba en marcha, alentado por una ciudadanía activa y representado en el Parlament por unos partidos políticos dispuestos a trabajar y arriesgar para que siguiese adelante. Y así es como me pregunté a mi misma ¿y por qué no? Y decidí aprovechar la oportunidad que me ofrecía la suerte de ser ciudadana catalana en estos momentos de mi vida.
Y aquí me tenéis con mi dilema resuelto y en pleno activismo proconsulta. Supongo que llegados hasta aquí no hace falta deciros que el 9 de noviembre próximo votaré Sí-Sí y que este 11 de septiembre participaré en la “V”. Ahora sí plenamente convencida de que la independencia es la vía para empezar a construir, desde la democracia y la participación de todos, un nuevo país ¿Hay una mayoría de ciudadanos de Cataluña que quiere esto? La mejor forma de saberlo: la consulta del 9 de noviembre de 2014.
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